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Las composiciones de Norma son otras más de sus variaciones visuales dispuestas en serie y organizadas en torno a un tema, cuya apariencia tenue, casi frágil, pareciera estar a un tris de disolverse y dejar huir la emoción, tentándonos a caer en el error de no ver en ellas el agitar de una obra que tiene la rara virtud de sensibilizar cuanto ofrece a la mirada.
Si es cierto que por lo general la dificultad más frecuente que se le plantea a la pintura es lograr una relación entre lo sensible y lo visible, podemos afirmar que Norma lleva a su más alto grado de fusión ambos elementos de este arte. Sus obras se dirigen certeramente al ojo en tanto que carnal, parte del cuerpo, y no en tanto que instrumento del pensamiento o ruta guiada hacia el espíritu. Ella no se preocupa por producir imágenes pautadas por las reglas de la óptica, sino más bien de crear sensaciones capaces de acariciar la mirada, pero rehusándose a engaños complacientes ; en otras palabras, sin inducirla al registro de las ideas. La diferencia entre lo visible y lo sensible ; la distancia entre lo que depende del ojo y lo que depende de los otros sentidos, lejos de ser entendida como condición insuperable de lo humano, está, pero como en suspenso, entre paréntesis.
Con una gran economía de recursos ; en una manera de hacer que podría calificarse de menor, Norma conduce al ojo hacia posibilidades supraópticas ; a experiencias táctiles y turbadoras ; a fiestas donde la emoción está más cerca de la piel que de toda función cerebral, teórica. Aquí, el ojo ve mucho menos de lo que toca, o, como dice Claudel, « de lo que escucha ». Porque hay, en efecto, algo muy musical en este arte ; algo de efímero e inasequible, como si lo visible y lo sensible cesaran de ser distintos y devinieran, por turno, en anverso y reverso de una misma superficie. Lejos, pues, de abordar lo visible como una de las múltiples potencialidades de lo sensible, ella lo acomete como un todo sensibilizado : lo fabrica como un interior desprovisto de toda exterioridad y manifestación accesoria. Es una obra de « la dancitud »**. Cierto, es difícil hacer danzar al ojo, ese órgano impaciente y dominador que siempre fija, que siempre quiere meter todo en un punto, congelarlo todo. El ojo es rebelde a las aventuras de lo vago, lo incierto, y sin embargo Norma cosigue atraerlo a una suerte de danza incitado por una música que no existe más que para él. Con el don que le permite suavizar y hacer a un tiempo vibrar cálidas coloraciones –que a no dudar le viene de su México interior- engendra una movilidad intensa comparable, según nosotros, a la de los trabajos de San Tomaso que, en cuanto hacía, estaba la luz de Venecia.
La actitud de esta pintura no tiende en nada a lo conciente, lo conceptual ; se orienta toda entera a la orquestación minuciosa de una concordancia de todos los sentidos, confiándola al ojo, sólo a él. La vista – que siempre es mirar de la mirada y se lanza al encuentro de sí misma pero vuelve hacia sí, se remira – es dirigida aquí a una inmediatez movible, fugaz, que contaría el círculo de la reflexión. Norma nos muestra sin subterfugios, sin artificios – después de que lo « amable » ha resistido el frenético hostigamiento de los estereotipos cuya desmesurada nos invade y devasta – lo que lo visible contiene de tan dulce y pura magia. La abstracción de esta obra nos reconcilia con la naturaleza y los caminos de lo sensible. Más allá de los límites del conocimiento y de las intenciones, ella cultiva serena y quedamente las intensidades de lo insondable, la generalmente efímera evidencia de los movimientos de la materia, sistemáticamente desatendida. Norma hace ver todo aquello que nuestra rutina perceptiva retrae de lo visible, lo que se encoge y disimula como su interior más íntimo, más secreto.
Traducción : Pablo y Norma Pedroche
* Introducción al catálogo de su exposición « Fragmentos Escogidos », Centro Cultural, La Verrière, Francia 1992
** Con este neologismo tratamos de definir el inexperimentable enlace de un dentro sin fuera y sus « imaginables » movimientos danzarines